jueves, 14 de abril de 2011

LIBROS Y AMORES

Antonio Silvera Arenas

Primero están los ideales. Dulcineas intangibles y soberanas de los altos anaqueles del alma. Páginas de las que nos enamoramos al captar su precioso visaje en una biblioteca ajena —como una mujer voluptuosa y prohibida— o entre las líneas de otras, como un escote sutil o abiertamente obsceno, o —peor resentimiento de la envidia cobarde— en las palabras entusiastas de una voz amiga que gozó sus favores. Con ellos, mientras vivamos, aún queda sin embargo la esperanza de un encuentro, así sea fugaz y clandestino. Cada uno tiene sus propias frustraciones. Yo señalo algunas de las mías: los versos alemanes de Hölderlin y Rilke; el Tirant lo Blanc, salvado de las llamas por un inquisidor, mientras duerme Quijano; las imposibles hojas de la física.

En el extremo opuesto están los pasionales. Los que agarramos al vuelo de la calva ocasión y nos correspondieron de inmediato. Son amores carnales, de mordiscos, de sangre. Que gozamos a fondo y que nos enseñaron siempre el matiz de un sabor en el placer. Compartidos o propios, que no únicos, suelen ser de dos formas. Los primeros se parecen a aquellos amores que el corro de los amigos disfrutó y reiteradamente se evocan con nostalgia, al calor de un buen trago mientras el aire colma una canción de entonces. Yo recuerdo el primero, cómo no: De la tierra a la luna, se llamaba. Obra espontánea y pródiga, como una adolescente, con la que hice mi primer viaje a la otra cara del misterio.

Otros conforman nuestro harén particular. No porque fueran exclusivos. En el campo amoroso de los libros, no valen fueros ni guardianes eunucos. Las páginas son completamente libertinas, quienquiera que lo intente las consigue, a veces, en verdad, de una manera descarada. Pero eso sí, son de uno: en el amor es más feliz quien más ama. Por eso podemos jactarnos de esos amores nuestros. Que otros sin duda nunca disfrutarán o sencillamente, no obstante su presencia notoria, ni siquiera sospechan. El amor es así. "Lo que a uno lo pierde, otro lo bota", vieja y sabia sentencia en más de un libro, precisamente, inscrita. Esos también los digo, aunque corra el riesgo del rapto o la perfidia. (Tienen también eso las páginas, que no se guardan. Los amantes de libros no suelen ser mezquinos y viven gritando a cuatro vientos los donaires de las amadas hojas, aun a riesgo de que otros se enamoren e inevitablemente precisen compartirlas. Pues ellas nunca se cansan de ofrecer amor a quien las solicita aun por curiosidad, a nadie se lo niegan, aunque suene a hembra fácil. ¿Fácil? No, que son las más difíciles, las que exigen un continuo amor, las que te quieren siempre o quieren siempre, no importa a quién). Se llaman en mi caso: Los heraldos negros, El Quijote, Versos sencillos, Hojas de hierba, Campos de Castilla, Ficciones, La comedia, Pedro Páramo, La educación sentimental, El corazón de las tinieblas, Cantos de vida y esperanza, la íntima “Noche oscura”, las parcas coplas de Jorge Manrique…

Cada volumen tiene sus formas de encantar. Algunos van al grano: abren de par en par sus hojas, sus secretos más íntimos al más mínimo roce, y se entregan a fondo hasta la última letra. Otros, en cambio —con Trilce me ha ocurrido, por ejemplo— prolongan el asunto, se dilatan, se esconden. Hay los hoscos, los groseros o incluso los que se saben tan perfectos que practican las técnicas complejas de la indiferencia. Se dan el lujo del tiempo. Esperan que crezcamos. Cuántas veces nos pasa: son como esas mujeres que no sabemos cómo nos envuelven, sin insinuarse apenas, Penélopes pacientes que tejen y destejen mientras nos lanzamos —perdónenme la rima— a la isla de Circe y al mar de las sirenas.

Mas hay también los fiascos, toca decirlo todo, llamar al vino, vino y al pan, pan. También entre los libros hay falacias arteras que nos prometen todo. Les gustan las vitrinas, huelen a pura pulpa, de cedro, de eucalipto; su tinta fresca, como los perfumes corruptores del vate de París, invita a los viajes de todos los sentidos. Pero se esfuma pronto su rastro en el ambiente. Cada vez desconfío más de esas novedades, de esos ombligos frescos y esos vientres tensados que ofrecen las portadas de las mejores casas. Contrario a lo que ocurre en la vida que pasa y nos induce al vértigo de las caderas nuevas y los pechos recientes, en materia de libros, yo soy más bien primario: me gusta ir a la fija: como aquellos ancestros que elevaron a diosa las formas rotundas de la esteatopigia, prefiero una probada y abundosa señora, con quien se han solazado en íntima armonía generaciones varias, a las primicias tiernas, pero aún sosas, de una púber.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Me deleitó ésta hermosa prosa, analogía entre amores y libros. Es manifiesta la preferencia del autor por los clásicos, en lo que califica como un viaje a lo seguro.
Amores que perduran a pesar de los embates del tiempo y la proliferación comercial de textos fantasmones, con presunciones de vedette.
Perfecto análisis que compendia nuestras primeras sesiones del taller.

Anónimo dijo...

No puede haber mejor análisis entre amores y libros. Poesía en prosa que toca el corazón de los lectores. Verdaderamente se siente el ideal cuando tropezamos con libros como las rimas de Gustavo Adolfo Becquer. Pasionales como El Alferez Real, novela del Colombiano José Eustaquio Palacios, fué mi primer libro (mi primer amor) cuando tenia 14 años) y ya nunca mas pare de leer.

Blanca I Patarroyo

isabel cristina dijo...

Excelente analogía entre amores y libros. No podría haberlo expresado mejor, me gusta su lenguaje y la delicadeza de su prosa. Sí, definitivamente hay libros que enamoran como el mejor de los galanes, pero son pocos los que perduran con el paso del tiempo. Los que amamos la lectura, siempre tenemos nuestros libros preferidos y siempre que podemos volvemos a ellos una y otra vez.