lunes, 17 de marzo de 2008

¿Qué es la vida?






José Félix Fuenmayor

El mismo día en que se murió una hijita de Celedonio estiró las patas un ternero del doctor.
Celedonio pidió el día, enterró a su muertecita y no habló más de eso. Y el doctor, ahí le oímos las quejas, que el animal era muy gracioso, que se le había hecho amigo, que mejor se hubiera muerto la vaca. Hasta se resintió conmigo porque no le había dado el pésame.

—Tampoco se lo he dado a Celedonio, doctor— le dije. Vea, doctor, yo conocí a una gente de esas de ustedes, que por cualquier cosa ya estaban con que castigo y Dios mío yo qué te hecho. Nosotros no somos de penas palabreras, doctor, estamos enseñados a ser tristones cuando sufrimos, pero callados. No vaya a creer que no hemos sentido la muerte de la niñita de Celedonio. Sí, nos ha dolido; y la de su ternero también, doctor.

Estábamos parados en la vuelta del jaguey, porque todavía el doctor no le había cogido gusto a su silla mariapalito con botella.

—Me has avergonzado —dijo el doctor; debí pensar más en el pobre Celedonio. Lo de él es un gran dolor, lo mío es un disgusto y pequeño si lo comparo.

—No, doctor —dije— las dos desgracias: todo lo que uno le sale mal es desgracia para uno, y no sirve comparar. Mídale, si quiere, el tamaño a la de usted y deje a Celedonio medir el de la suya si en eso se pone. Desgracias, doctor, por un tiempo o por un tiempecito. Después, nada; y vamos a lo mismo con otras. Así es la vida, doctor.

Ahí le vi la risita brincándole en el ojo. ¿De qué se habría agarrado el doctor, con qué me iría a salir?

—Con que así es la vida —dijo. La vida, ¿sabes tú que es la vida?

—Cómo no voy a saberlo, doctor —dije— si la tengo en el cuerpo y todos los días por todas partes estoy viéndola.

—Pero, ¿qué es?

—Doctor, las matas, los animales, las personas.

—No has contestado la pregunta —dijo. La vida está en lo vivo, claro; pero, ¿qué es?

—Doctor, la cañandonga hace cañandongaa, la guacharaca hace guacharaca, la gente hace gente. No hay más, doctor; y hacer lo que hacen sin que puedan salirse de ahí es lo que yo veo que es la vida. Es una leccioncita, doctor, cada uno con la suya.

— ¿Pero quién hace la vida y le da la leccioncita?

—Esa es otra pregunta, doctor. Vea, le pongo por caso, mi mujer me hace los pantalones. ¿Quién los hizo? Ella. ¿Quién le enseñó a hacer pantalones? Esa es otra pregunta. Y pudiera ser que nadie le hubiera enseñado y ella hubiera aprendido sola. ¿No será doctor, que la vida con leccioncita y todo se hace ella misma?

El doctor se me puso más burloncito.

—Entonces —dijo— la vida no es más que cañandonga que hace cañandonga.

—Y guacharaca y gente también, doctor.

—Mira —dijo en serio. Tú quieres decir, aunque no te das cuenta de ello, que la vida no es más que la rutina de un fenómeno común no trascendental. Y no creo que la cosa sea así. La leccioncita, pase. Pero en la vida —por lo menos en la vida humana— hay algo más, algo que llamamos espíritu.

— ¿Y todo el mundo tiene eso, doctor?

—No, no —dijo— la verdad es que abundan los estúpidos.

—Entonces, doctor —dije— el espíritu es una cosa que le entra o no le entra a la vida; una cosa aparte. No es vida, doctor; como la gusanera —perdone la mala comparación— que le cae a un caballo, pero no es caballo. Vea, doctor: Usted hace un juguete —un carrito, le pongo por caso. Usted lo hace. El carrito queda hecho y ya no tiene nada que ver con usted. Llego yo y le doy cuerda y el carrito echa a correr. Va corriendo el carrito y conmigo ya nada tiene que ver. Ahora, doctor, si al carrito hecho y andando se le meten unos cocuyos y lo alumbran por dentro, eso no es cosa de usted, ni mía, ni del carrito. Eso es otra cosa.

Ya estaba el doctor riéndose sin disimular. Todavía entonces, yo no me había acostumbrado mucho a sus risas de tiraderita que después hasta me complacían porque me gustaba verlo contento, pobre doctor, cuando ya no le importaba que un ternero fuera bonito.

—Doctor —dije— yo le contesto como es de mi obligación; pero mi ignorancia no me la puedo raspar.

—No te disgustes —dijo— yo no me río de ti sino de tu carrito.

— ¿Es mucho disparate, doctor?

—Qué sé yo —dijo—. La cuestión no es para que yo pueda asegurar nada; pero me parece divertida la simplicidad con que ves la vida, como si nada tuviera de enigmático; como si en ella solo hubiera un misterio: el de los cocuyos que al carrito hecho y en marcha se le meten y lo iluminan por dentro.

Tomado de: José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle. Medellín: Ediciones Papel Sobrante (1967)

sábado, 8 de marzo de 2008

BOCETO PARA UN RETRATO DE JOSÉ FÉLIX FUENMAYOR


Hijo de Heliodoro Fuenmayor Reyes, médico de profesión, y Ana Elvira Palacio, José Félix Fuenmayor (1885-1966), nacido en Barranquilla un 7 de abril, se educó en el Colegio Biffi de esta ciudad y no pudo cursar estudios universitarios, según Ávila, por causa de la Guerra de los Mil Días[1]. Se desempeñó desde muy joven en el campo del periodismo, en ejercicio de cuya profesión llegó a dirigir el periódico El liberal. También desempeñó en distintos momentos de su vida cargos políticos tales como concejal de Barranquilla, diputado y contralor departamental.

Además de su afición por la música[2], un viaje por los Estados Unidos y las Antillas durante su juventud y una crisis de agorafobia, ya entrado en la madurez, conforman otras noticias que nos han llegado sobre su vida[3]. También por intermedio de Juan B. Fernández R. nos enteramos que su casa llegó a ser centro de tertulias de escritores locales y nacionales[4].

Porfirio Barba Jacob pintó el siguiente breve retrato de José Félix Fuenmayor cuando éste contaba con 21 años: “joven de distinción extraordinaria, de rara generosidad mental, no raudaloso sino mesurado, y cuyas maneras revelaban pureza de alcurnia e inquebrantable lealtad a las normas de los caballeros”.[5] Más severo que el poeta antioqueño, cuatro años más tarde, el mismo Fuenmayor sólo reconoce parcial y reservadamente su condición de caballero idealista en el prólogo de su Musa del trópico (1910), donde añade a su personalidad un rasgo mundano, crítico y burlón, pintándose como un humorista capaz de reírse de sus propias pretensiones románticas:

…mi humorista encuentra motivo para sus chacotas en mi sentimental. Y qué he de hacerle si yo, como buen latino, ¡soy Quijote y Panza! ¡Si aquel canta a Dulcinea y éste sabe que la dama del Toboso es Aldonza Lorenzo![6]

Retrato este último que parece confirmar en 1927 Pericles Neira cuando reitera la “irónica sonrisa” con que Fuenmayor responde a sus inquisiciones sobre la novela Cosme, de reciente aparición en aquellos días, que no le permitían discernir en ocasiones si hablaba en serio o en broma.

Como sugieren sus fotos más difundidas, donde con su rostro, de entradas profundas, bigote patriarcal (R. I. Bacca) y ojos vivaces, aparece formalmente ataviado con corbata o corbatín, algo, en efecto, debía haber en él del doctor mamagallista de su célebre cuento, que conversa con el campesino filósofo, y también de la elemental lucidez de este último, cuando Juan B. Fernández Renowitzky, en una semblanza póstuma, lo describe como un hombre “sencillo y cultísimo, sensato y agudo, cordial y burlón al mismo tiempo”[7].

José Félix Fuenmayor es reconocido, especialmente, por su papel como maestro de los autores del llamado “Grupo de Barranquilla”, en el que se formaron Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio. Así lo han reconocido ambos autores y, en particular, el Nóbel colombiano.

Aparte de sus obras más divulgadas, la colección de cuentos titulada La muerte en la calle (1967) y la novela Cosme (1927), J. F. Fuenmayor también escribió un particular relato de ciencia ficción, denominado Una triste aventura de catorce sabios (1928) y un poemario: Musa del trópico (1910).

Antonio Silvera Arenas
Yamileth Betancourt Córdoba


[1] Abel Ávila. El pensamiento costeño Diccionario de escritores. Tomo I. Barranquilla: Editorial Antillas, 1992, p. 306.
[2] Mary C. Sánchez Ambriz. “Tras las huellas de José Félix Fuenmayor”. En: Hojas Universitarias No. 53. Bogotá, diciembre de 2002, p. 133.
[3] Alfonso Fuenmayor en el prólogo de la novela Cosme. Bogotá: Carlos Valencia Editores, 1979, p. 18.
[4] En La muerte en la calle (prólogo). Santafé de Bogotá: Editorial Alfaguara, 1994, p. 18.
[5] Porfirio Barba Jacob. “Una página crítica de Barba Jacob”. En “Intermedio”, suplemento del Diario del Caribe. Domingo 7 de abril de 1985, p. 14.
[6] José Félix Fuenmayor. Musa del trópico. Barranquilla: Editorial Mogollón, 1910, p. 15.
[7] Juan B. Fernández. Prólogo a La muerte en la calle. Santafé de Bogotá: Editorial Alfaguara, 1994, p. 17.