lunes, 25 de abril de 2011

Antes de que se me olvide

Por Patricia Lemus Guzmán

Escribir la bitácora de la última sesión del Taller es una de mis tareas para la Semana Santa. Es jueves, mi primer día de descanso y pensando que al que madruga Dios le ayuda, me siento ante el computador y busco alguna frase para empezar. De la casa vecina me llegan un olor a incienso y el sonido de una canción. El sahumerio me recuerda a mi abuela y la voz de Roberto Carlos me transporta a épocas más felices. Aterrizo, no debo distraerme. Vuelvo a la pantalla en blanco y no se me ocurre nada. Miro al techo, blanco también. Este color no me resulta muy inspirador. Hablando de colores y de amor fue como dimos inicio a la sesión del sábado 16 de abril, una mujer espera a su amante entre sábanas blancas y con una paleta va pintando de colores cada uno de sus sentimientos. El poema era de Astrid Sofía quien fue la primera en sentarse al banquillo. La siguió Rubén, con un texto llamado “El crucificado”, la historia de un hombre que despierta y no puede moverse porque lo aprisionan los cuerpos de su esposa y sus hijos que duermen en la misma cama, mientras él se hunde en oscuras reflexiones sobre su vida miserable y rutinaria. El texto tuvo buenos comentarios acerca del tema, pero la opinión general fue que estaba sobrecargado de palabras rebuscadas, las cuales le restaban claridad. Rubén, previsivo y adelantándose a una tarea, leyó entonces una versión sencilla de la misma historia que definitivamente gustó más. El turno siguiente, bastante aplazado por cierto, fue para Isabel Cristina, quien leyó una historia acerca de una esclava negra que ahoga la imagen de San Antonio, por no haberle cumplido su petición: librar a su hermana menor de la iniciación sexual a la que el amo sometía a todas las negras de su hacienda, y de la cual ella misma había sido víctima. Sobre este texto se cuestionó la verosimilitud del cristianismo de la esclava, ya que aunque los negros eran obligados a participar en los ritos del catolicismo, es sabido que en el fondo mantenían las creencias de sus antepasados africanos. Asimismo se le recomendó a Isabel ubicar este cuento en un espacio geográfico y de tiempo, para mayor comprensión del lector. “El jardín del zorrito” fue el siguiente texto que escuchamos, esta vez en la voz de Juan Miranda. Un hombre trabaja en su jardín cuando descubre el cadáver de un zorrochucho y en vez de tirarlo a la basura, como lo pensó en un principio, decide enterrarlo en su patio y cubrir su cuerpo con hojas, demostrando así su respeto por todos los seres de la naturaleza. Al terminar la lectura, algunos comentaron que podría ser un buen cuento para niños debido a su tema ecológico; otros opinaron que el zorrochucho en la realidad es bastante feo, pero el narrador al no describirlo detalladamente, logra crear en el cuento una imagen tierna del animal. Otra sugerencia fue caracterizar mejor al narrador para que sea más creíble esa “conexión espiritual” que dice sentir con el zorrito muerto.


Posteriormente, Juan Miguel Cortés leyó un texto llamado “La parte del hombre que es mierda”, en el que trató de hacer una analogía entre la mierda y la ignorancia, como aquellas cosas que inevitablemente forman parte de la vida del hombre pero a las que repudiamos. El consenso general fue que esta comparación no está bien lograda y que el poema necesita más transpiración de su parte. Sin embargo, hubo algunos elogios para Juan Miguel por lo audaz del tema. Así se dio por terminada la lectura del primer ejercicio, que consistía en escribir de una forma estética, sobre un tema normalmente repulsivo o desagradable para nosotros.


El segundo ejercicio era escribir sobre un libro que nos hubiera llamado la atención en particular. El primero en levantar la mano fue Daniel, quien recreó en tercera persona, su experiencia de niño al terminar de leer un libro llamado: “Sangre de campeón”. Se le sugirió a Daniel mejorar los diálogos. Luego siguió Rubén y la obra escogida fue el “Tartufo” de Molière, la cual leyó en la secundaria, época en la que se desarrolla su historia de travesuras escolares en el colegio Salesiano de San Roque. Se comentó que el texto era bastante entretenido y se le recomendó eliminar las notas explicativas acerca de los libros y personajes allí mencionados.

Dado que los únicos juiciosos fueron Daniel y Rubén, la sesión continuó con la lectura del cuento “El otro” de Jorge Luis Borges. Adolfo tomó la voz de Borges anciano y Juan Miguel fue el joven Borges. El comienzo de la lectura coincidió con la llegada del profesor Silvera (olvidé decir que el profesor me había llamado para avisar que iba a llegar tarde, claro, he debido empezar la bitácora por ahí, pero bueno…). En este memorable cuento, Borges habla del encuentro consigo mismo, pero en unas circunstancias muy particulares, Borges de setenta años -el narrador- está sentado en un banco frente al río Charles, en Cambridge, Estados Unidos, en el año 1969 y de repente se sienta a su lado el joven Borges que está en Ginebra, a unos pasos del Ródano y corre el año de 1918. Entre los dos se inicia una conversación con la cual el autor muestra las diferentes etapas en su vida como escritor. El joven Borges comprometido con la causa social y que pretende en sus poemas ser la voz de los oprimidos y las masas, contrasta con el escritor maduro para quien las masas son sólo una abstracción porque “sólo los individuos existen, si es que existe alguien”. En su juventud el escritor cree en la invención de nuevas metáforas, mientras que en la vejez Borges sólo cree en aquellas que “corresponden a afinidades íntimas y notorias que nuestra imaginación ya ha aceptado”. El tema del otro ha sido recurrente en la literatura. En este cuento es destacable el humor con que Borges lo trata y el juego permanente acerca de si el encuentro es real o soñado.

La última lectura fue “El espejo y la máscara”, también del maestro argentino. En esta historia, ambientada en Irlanda en la Edad Media, el Alto Rey le encomienda al poeta de la corte narrar su batalla victoriosa en una oda. El poeta, gran conocedor de la métrica y las figuras literarias, al cabo de un año declama con seguridad sus versos ante la corte y recibe la aprobación del rey, quien manda a treinta escribas a transcribir el poema y le entrega como premio un espejo. No obstante, el rey le dice que con su poema no ha logrado acelerar los pulsos, ni hacer correr la sangre más a prisa, y que dentro de un año espera una oda mejor. Cumplido este plazo, el poeta trae una nueva loa, en la cual no se ciñe estrictamente a las normas del lenguaje, pero que en opinión del rey supera la anterior, “suspende, maravilla y deslumbra”. Esta vez manda a guardar en un cofre de marfil el único ejemplar del poema, significando así que no estará al alcance de todos; pero le recuerda al poeta que en las fábulas prima el número tres y aún puede esperar de él una obra más alta. El poeta asiente y como regalo recibe una máscara de oro. En el siguiente aniversario, el poeta no trae ningún manuscrito, su rostro se ha transformado y sus ojos parecen haber quedado ciegos. Temeroso le susurra al rey la última oda que consta de una sola línea y es superior a todas las maravillas del mundo. Como premio recibe una daga con la cual se da muerte al salir del palacio, mientras que el rey abandona el trono para convertirse en mendigo y jamás vuelve a repetir el poema. Con su última oda, el poeta traspasa los límites del lenguaje y alcanza la belleza absoluta, lo cual es un privilegio divino, por tanto considera que ha cometido el peor de los pecados y sólo puede expiarlo con su muerte. El tema de este cuento es el lenguaje y lo que con él se puede transmitir. De nada nos sirve utilizar técnicas precisas, palabras cultas y metáforas deslumbrantes, si con ellas no se logra conmover al lector. Porque según Borges, la poesía es el encuentro del lector con el libro y “sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía. Si la sentimos inmediatamente, ¿a qué diluirla en otras palabras, que sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos?”.

jueves, 14 de abril de 2011

LIBROS Y AMORES

Antonio Silvera Arenas

Primero están los ideales. Dulcineas intangibles y soberanas de los altos anaqueles del alma. Páginas de las que nos enamoramos al captar su precioso visaje en una biblioteca ajena —como una mujer voluptuosa y prohibida— o entre las líneas de otras, como un escote sutil o abiertamente obsceno, o —peor resentimiento de la envidia cobarde— en las palabras entusiastas de una voz amiga que gozó sus favores. Con ellos, mientras vivamos, aún queda sin embargo la esperanza de un encuentro, así sea fugaz y clandestino. Cada uno tiene sus propias frustraciones. Yo señalo algunas de las mías: los versos alemanes de Hölderlin y Rilke; el Tirant lo Blanc, salvado de las llamas por un inquisidor, mientras duerme Quijano; las imposibles hojas de la física.

En el extremo opuesto están los pasionales. Los que agarramos al vuelo de la calva ocasión y nos correspondieron de inmediato. Son amores carnales, de mordiscos, de sangre. Que gozamos a fondo y que nos enseñaron siempre el matiz de un sabor en el placer. Compartidos o propios, que no únicos, suelen ser de dos formas. Los primeros se parecen a aquellos amores que el corro de los amigos disfrutó y reiteradamente se evocan con nostalgia, al calor de un buen trago mientras el aire colma una canción de entonces. Yo recuerdo el primero, cómo no: De la tierra a la luna, se llamaba. Obra espontánea y pródiga, como una adolescente, con la que hice mi primer viaje a la otra cara del misterio.

Otros conforman nuestro harén particular. No porque fueran exclusivos. En el campo amoroso de los libros, no valen fueros ni guardianes eunucos. Las páginas son completamente libertinas, quienquiera que lo intente las consigue, a veces, en verdad, de una manera descarada. Pero eso sí, son de uno: en el amor es más feliz quien más ama. Por eso podemos jactarnos de esos amores nuestros. Que otros sin duda nunca disfrutarán o sencillamente, no obstante su presencia notoria, ni siquiera sospechan. El amor es así. "Lo que a uno lo pierde, otro lo bota", vieja y sabia sentencia en más de un libro, precisamente, inscrita. Esos también los digo, aunque corra el riesgo del rapto o la perfidia. (Tienen también eso las páginas, que no se guardan. Los amantes de libros no suelen ser mezquinos y viven gritando a cuatro vientos los donaires de las amadas hojas, aun a riesgo de que otros se enamoren e inevitablemente precisen compartirlas. Pues ellas nunca se cansan de ofrecer amor a quien las solicita aun por curiosidad, a nadie se lo niegan, aunque suene a hembra fácil. ¿Fácil? No, que son las más difíciles, las que exigen un continuo amor, las que te quieren siempre o quieren siempre, no importa a quién). Se llaman en mi caso: Los heraldos negros, El Quijote, Versos sencillos, Hojas de hierba, Campos de Castilla, Ficciones, La comedia, Pedro Páramo, La educación sentimental, El corazón de las tinieblas, Cantos de vida y esperanza, la íntima “Noche oscura”, las parcas coplas de Jorge Manrique…

Cada volumen tiene sus formas de encantar. Algunos van al grano: abren de par en par sus hojas, sus secretos más íntimos al más mínimo roce, y se entregan a fondo hasta la última letra. Otros, en cambio —con Trilce me ha ocurrido, por ejemplo— prolongan el asunto, se dilatan, se esconden. Hay los hoscos, los groseros o incluso los que se saben tan perfectos que practican las técnicas complejas de la indiferencia. Se dan el lujo del tiempo. Esperan que crezcamos. Cuántas veces nos pasa: son como esas mujeres que no sabemos cómo nos envuelven, sin insinuarse apenas, Penélopes pacientes que tejen y destejen mientras nos lanzamos —perdónenme la rima— a la isla de Circe y al mar de las sirenas.

Mas hay también los fiascos, toca decirlo todo, llamar al vino, vino y al pan, pan. También entre los libros hay falacias arteras que nos prometen todo. Les gustan las vitrinas, huelen a pura pulpa, de cedro, de eucalipto; su tinta fresca, como los perfumes corruptores del vate de París, invita a los viajes de todos los sentidos. Pero se esfuma pronto su rastro en el ambiente. Cada vez desconfío más de esas novedades, de esos ombligos frescos y esos vientres tensados que ofrecen las portadas de las mejores casas. Contrario a lo que ocurre en la vida que pasa y nos induce al vértigo de las caderas nuevas y los pechos recientes, en materia de libros, yo soy más bien primario: me gusta ir a la fija: como aquellos ancestros que elevaron a diosa las formas rotundas de la esteatopigia, prefiero una probada y abundosa señora, con quien se han solazado en íntima armonía generaciones varias, a las primicias tiernas, pero aún sosas, de una púber.

jueves, 7 de abril de 2011

Aunque parezca mentira...

Para enriquecer nuestra sección "Biblioteca", va ahora esta fluída e inteligente reseña de Ricardo Llinás, integrante de nuestro taller, sobre el libro distinguido en diciembre pasado con el Premio Herralde de novela. Sea la oportunidad para felicitar a Antonio Ungar, quien desde sus inicios ha hecho parte de la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa y a quien debemos en buena parte su concreción.

Por Ricardo Llinás
llinasiano@gmail.com


Por primera vez un colombiano gana el premio Herralde de novela. El privilegio fue para el joven escritor Antonio Ungar (quien es tutor de los talleres de Renata). En esta lista compartirá lugar con nombres de la talla de Javier Marías, Roberto Bolaño, Enrique Vila-matas y Juan Villoro.

El premio fue otorgado por el libro Tres Ataúdes Blancos. Una novela que cuenta la historia de un marginal tomador de cócteles al que se le encomienda la tarea de suplantar a un líder de izquierda que se perfila como el futuro presidente de Miranda, el trasunto de cualquier país de América Latina. Lorenzo, así se llama este hombre, se verá envuelto en una cantidad de problemas a raíz de semejante trabajo. El lector encontrará una trama policiaca, una historia de amor, pero sobre todo una novela política, una novela moral sobre las ridículas formas de gobierno de los países del cono sur.

La historia retoma la tradición de la novela de dictaduras en América Latina, pero esta vez a través de la representación cómica de los hechos. La novela juega con los planos de realidad, es un país de ficción, una representación, pero por eso mismo más efectiva.

Durante el desarrollo de la trama se muestran todos los recursos que el poder emplea para manejar la opinión de las personas, ordenarles —como lo hace Pozzo con su esclavo Lucky en Esperando a Godot de Beckett—, en qué momento deben moverse e incluso en qué momento deben pensar. Para lograr esto, el mayor recurso es la televisión. A través del personaje el lector verá los noticieros de Miranda, cómo se las arreglan estos para minimizar las atrocidades del tiranuelo, elevar su figura, distraer con noticias deportivas, celebrar los triunfos militares, y hasta cometer una que otra falta aritmética en la que el número de bajas de guerrilleros supera el número de guerrilleros existentes, esto sin que nadie se de cuenta, o lo sepa todo el mundo pero al fin de cuentas este error ontólogico no le parezca de importancia a nadie.

Después de lo que tuvimos que vivir en Colombia en los últimos ocho años uno no puede dejar de sentir que es un libro necesario, que le da voz a todos lo que no pueden ser escuchados, que menciona todas esas cosas que uno ha querido decir siempre.

La historia presenta una ventaja frente a las últimas que se han escrito en nuestro país sobre nuestra realidad, como El Olvido que Seremos y Los Ejércitos. Dicha ventaja no es otra que la de recurrir al humor, uno se reirá durante toda la lectura, y esta ironía hace que el mensaje llegue mejor. Al tratarse de una nación irreal, Miranda, el país en donde ocurren los hechos, termina siendo una ficción en la que uno no puede creer lo que está pasando, pero el desenlace de la novela nos muestra que este país imaginario representa cosas reales. En ese momento el lector entenderá la intención de la novela, mostrar que, aunque parezca mentira, así suceden las cosas por estos países. En esto cumple Ungar con el parámetro que dicta García Márquez de que la literatura debe hacer verosímil lo falso y hacer increible lo real.

La novela se lee de un tirón y —repito—, uno no para de reírse, pero al final, al cerrar el libro, cada risa nos cobrará una cuota de dolor y de tristeza que demoran en pasar.

Una sesión muy leída


Con este texto, elaborado por uno de los más jóvenes integrantes del Taller, recientemente vinculado, retomamos nuestras bitácoras. La temática concernía a la importancia de la lectura en la formación del escritor y, bueno, esperamos continuar juiciosamente con este ejercicio semanal, sin perder la brújula.




Tercera sesión

(2 de abril de 2011).

Por Daniel Carbonell Parody

Aquella tarde, a eso de las 2:10 p.m., fuera del salón nos encontrábamos Rubén Darío, Charles y yo. Hablábamos de lo cuantioso del premio por el concurso de La Cueva que, sin decirlo, considerábamos también irreal. Comentamos vagamente sobre la lluvia que inauguró abril en cierto sector de Barranquilla, y, luego del reposo por el calor, nos zambullimos, junto a los demás talleristas, al frío del salón.

Adolfo, que dirigió y enfocó lo tratado en la sesión, se había adelantado y tenía escritas en el tablero unas cuantas líneas de un plan. Entre ellas una verdad innegable: para hacer literatura, hay que leer literatura. Lo mismo que para hacer un mapa se deben tenerse nociones —qué importa si mínimas, pero tenerlas— del dibujo, de la ubicación y de la lógica. En otras palabras, hay que conocer, reconocer, alimentarse, volverse a alimentar y, finalmente, hacer digestión (metáforas en cápsulas son vitamínicos y favorecen la asimilación de lo ingerido).

El primer escalón fue el texto "Felicidad clandestina", de Clarice Lispector, que cuenta las mini-desventuras consecutivas —mas no eternas— de una niña amante de los libros que se ve flagelada por la negativa de su compañera de estudios, una niña gorda, baja, pecosa e hija de un librero, que le promete un libro magistral para hacerla ir a su casa y nunca entregárselo, torturándola. Al final, la madre de la desalmada descubre la maldad de su hija y la sanciona, otorgándole a la narradora el premio a la perseverancia: el susodicho y tan aclamado pedazo de literatura.

Se habló, entre otras cosas, de la presencia de un profano (antagonista) y de un artista (protagonista). “Lo que ocurre con el personaje de Lispector evidencia la situación que debe enfrentar un creador en el comienzo de su formación, esto es, el choque contra un principio de realidad infranqueable. El abierto contraste físico y psicológico entre la pequeña narradora y la hija del librero parece ejemplificar esta oposición”. En literatura, el protagonista es uno y el antagonista un andén no visto, una taza de café sobre la camisa, un gato conspirador o hasta el precio mismo de un libro.

La temática tratada en la sesión referente a este texto fue sumamente enriquecedora y provechosa, por lo que el análisis se extendió el primer par de horas. Las interesantes teorías psicológicas, sociales y culturales propuestas por “esta pequeña alegoría” dan, de seguro, más de qué hablar. Y estos párrafos jamás dirán más que el texto y el análisis en sí.

Entonces el intermedio a las 4:00 p.m., entonces el convertirse en felinos salvajes —pero educados, ¿eh?— frente a la mesa del café, entonces el comentarnos de Isabel sobre ese libro que adornó su infancia pero que ahora, en su madurez, no considera tan bueno; entonces mi aprovechar la oportunidad y recomendar a Sabines con el abrebocas de "Te quiero a las diez de la mañana".

"Por qué leer los clásicos", del escritor Ítalo Calvino, era el título del siguiente texto a tratar. A medida que se hacía la lectura conjunta —un párrafo tú, amigo; un párrafo yo, gracias— se iba explicando y dimensionando cada punto del atractivo “decálogo más cuatro”. Las catorce definiciones se pueden clasificar en categorías o grupos, de los cuales considero más contundentes los dos primeros. Los clásicos poseen una trascendencia tanto individual como cultural. Tienen la cualidad especialísima de marcarnos, de dejar huellas como pasos de fuego, de trazar una suerte de camino.

Dice en particular Calvino que las relecturas de los clásicos en la adultez suponen un nuevo descubrir y un encontrarse con ignorados “detalles, niveles y significados más […]. Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo".

Por otro lado, en cuanto a la trascendencia cultural de un libro —que según, se convierte en clásico—, nos dice otra vez Calvino que trae la estampa “de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje de las costumbres)”. Son, por tanto, joyas hechas de papel y tinta —presumiblemente—, tesoros. Está el caso de Cien años de soledad que sigue siendo, a pesar de los años, el mejor espejo donde podemos intentar, los latinoamericanos, explicarnos.

La pregunta final fue, por supuesto, "¿por qué leer los clásicos?" La respuesta no es otra que leer los clásicos, es mejor que no leer los clásicos.

Luego del fructífero análisis de los textos, algunos talleristas tuvimos la oportunidad de compartir nuestros trabajos —los que estaban pendientes: la tarea de la primera sesión—. Hubo sorteo. Adolfo pareció estar iluminado y sacó un cierto número de naipes, los repartió y los favorecidos recitaron en este orden: Fred, que obtuvo el as, leyó un poema sobre el enamorarse de la persona incorrecta —una asesina en serie, ¡por Dios!—; yo, un poema sobre los clichés y lo trillado; Charles, una historia desamorosa sobre una María a la que le entran tres balazos en la cabeza; Sofía —a mí me pareció prosa poética—, sobre los deseos pasivos de muerte y lo que se alcanzaría con ésta. Entonces llegó el profesor Silvera, entonces saludó y saludamos, entonces se sentó y procuramos que los ojos de nuestras espaldas no lo miraran.


Finalmente, fue el turno de la señora Ana Julia, que leyó una historia sobre el desbordarse de un Torrado desde su adolescencia hasta su adultez. Entonces comentamos y el profesor comentó, entonces los espasmos y el dar por terminada la tercera junta, maravillosísima. Nos levantamos de los puestos y empezamos a salir al compás de esa bulla de los pasos. Unos hicieron llamadas para planes after y otros fueron a sus casas, pero en cuanto a mí… no diré cómo terminó. Quizá me fui a no continuar con alguna actividad literaria, o a tocarle la espalda a alguien, o a esperar. ¡O a las tres! El caso es que se rió y me reí bastante.