lunes, 19 de julio de 2010

EL SEÑOR DE LOS DIENTES

Y aquí va nuestro tercer cuento en cuestión, de Angélica... No olviden comentarlo según los criterios propuestos (argumento, trama, narrador, personajes, ambiente, recursos literarios y lenguaje)

El señor de los dientes
Por: Angélica Rugeles

Cuando era pequeño, mi abuelo me arrancaba los dientes de leche con unos alicates, porque quería que me pareciera a un muñeco que él había visto en una feria. Yo intentaba calmarme, pensando que la llegada de los dientes nuevos pondría fin a mi sufrimiento. Sin embargo, mi hermana aseguraba que las cosas no sucederían de esa manera, sino que, por el contrario, mi abuelo nunca pararía de torturarme.

Crecí en un bosque, rodeado de animales. Mis padres vivían en otro país y mi hermana y yo nos quedábamos con mi abuelo.

A mis doce años ya tenía todos los dientes de hueso, y nada de lo vaticinado por mi hermana se hizo realidad. La acusé por mentirosa y le dije hasta el mal del que iba a morir por atormentarme. Ella simplemente volteó y me dijo en voz alta: «¡Eres un imbécil, en esa cabeza tan grande lo único que hay es aire!».

El día en que cumplí los dieciocho años, mi abuelo se acercó, me tomó de ambos brazos, me entregó una varilla de acero y me dijo: «Sujétala fuertemente, muchacho. Estaba esperando que te salieran las cordales para arrancarte todos los dientes otra vez».

viernes, 9 de julio de 2010

Las armas y las letras

Texto de nuestro director Antonio Silvera Arenas, publicado el pasado domingo cuatro de julio en la revista Dominical del periódico El Heraldo, a propósito de la celebración del Bicentenario de la Independencia de Colombia.


LAS ARMAS Y LAS LETRAS
por Antonio Silvera Arenas


En la fachada del reconstruido Palacio de Justicia de la capital colombiana, frente a la estatua de un Bolívar con atuendo de César y del edificio del Congreso con sus grifos tan fantásticos como los personajes que lo frecuentan, se puede leer la sentencia, también seguramente refaccionada, de Francisco de Paula Santander: “Colombianos, las armas os han dado independencia, las leyes os darán libertad”.

A estas alturas de la historia, es significativo que tales sean las reliquias de los padres de la patria: la de Bolívar, rotunda, de piedra y a espaldas del Capitolio; la de Santander, alta y atrapada en el muro monumental, como un condenado ante un paredón.

En mis años de estudiante de derecho, cuando pasaba ante el ancho dintel que lucía la filosófica sentencia antes de que un rocker y un tanque de guerra la borraran por primera vez, toda ella me parecía una contradicción.

Y es, en efecto, una contradicción porque las leyes son como cadenas que limitan nuestra libertad. Leyendo, sin embargo, algunos años después, las tragedias de los dramaturgos atenienses y los comentarios respectivos de Octavio Paz, entendí que el ser humano siempre está expuesto a traspasar los límites y las normas, y que la verdadera tragedia no ocurre cuando Edipo rompe el tabú y se casa con su madre, en quien engendra hijos e hijas.