miércoles, 1 de octubre de 2008

Para tomar en cuento

Se puede ser un buen hombre y escribir malos versos.
Molière

Hay dos clases de escritores mediocres: los que escriben demasiado mal y los que escriben demasiado bien.
Marcel Proust

La literatura es básica. El mismo lenguaje que se utiliza para describir una puesta de sol puede usarse para comprar una chuleta de cerdo.
Jhon Cheever

No se escribe con las canas sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
Miguel de Cervantes Saavedra

Y la primera ley, creador: crear. Bufe el eunuco. Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta.
Rubén Darío

Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París.
Rubén Darío

Canto y cuento es la poesía: se canta una bella historia contando su melodía.
Antonio Machado

Cuando un poeta adquiere un estilo, una manera, deja de ser poeta y se convierte en constructor de artefactos literarios.
Octavio Paz

Moderación en todo, pues hasta en medio del mismo torrente, tempestad y aun podría decir torbellino de tu pasión, debes tener y mostrar aquella templanza que hace verdadera la expresión.
William Shakespeare

No seas tampoco demasiado tímido, en esto tu propia discreción debe guiarte. Que la acción responda a la palabra y la palabra a la acción, poniendo un especial cuidado en no traspasar los límites de la sencillez de la naturaleza…
William Shakespeare

Si se recarga la expresión o si esta languidece, por más que ello haga reír a los ignorantes, no podrá menos de disgustar a los discretos, cuyo dictamen, aunque se trate de un solo hombre, debe pesar más en vuestra estima que el de todo un público compuesto de los otros.
William Shakespeare

Cuento # 4


EL ÁNGEL

Rosa Peñaranda
Empecé a interesarme en Edy Navarro cuando la vi vestida de ángel con una túnica de color azul, unas enormes alas que me parecieron preciosas y un pequeño aro dorado sobre su cabello rubio. Esa procesión del Sagrado Corazón con la imagen acompañada de dos ángeles, uno azul y otro rosado (el rosado jamás me agradó), me obsesionó a tal punto que lloraba y pataleaba todos los días porque yo no quería llamarme Rosa, quería llamarme Edy y quería ser ángel y quería ser rubia y quería que mi cabello, negro y lacio, por arte de magia, se prestara para los gajos, bucles y rizos que Edy Navarro lucía el día de la procesión.
Fueron dos años de amargura. Aunque éramos vecinas, mi mamá se negó a relacionarse con la mamá de Edy y menos aún a informarse sobre los requisitos necesarios para ser ángel. Logró de mí, sin embargo, una conveniente obediencia cuando me dijo que seguro era necesario comportarse bien, por lo que traté de ser ordenada, de no pelear con mi hermano y obedecer en todo, a sabiendas de que eso no era suficiente.
Una vecina enterada del problema le sugirió a mi mamá que en los carnavales podía disfrazarme de ángel. Eso me molestó a tal punto que no le hablé más: yo no quería un disfraz, quería ser ángel con las alas azules y arrodillarme al lado del Sagrado Corazón. Deseaba ser como Edy, al menos tratarla, estar cerca de ella, pero no había mucha información: No tenía hermanos, estudiaba en otro colegio y sólo la veía de lejos los domingos en vespertina. En esos años, mis cuadernos de dibujo y de planas estaban llenos de ángeles azules porque me negaba a pintar los paisajes y frutas que eran la tarea.
Dos años después, al comenzar la temporada escolar en un nuevo colegio, el San Miguel del Rosario —decisión tomada por mi mamá como una medida curativa para que me saturara de ángeles porque allí el rosario y la misa eran obligación diaria—, en verdad encontré ángeles en el jardín, ángeles en la pila del agua bendita, ángeles con luces en el altar y, felicidad de felicidades, también encontré el ángel azul. En mi curso, cerca de mí estaba Edy Navarro. Me emocioné ante la idea de poder hablarle y preguntarle cómo se sentía de ángel. Pero me sorprendí cuando la hermana Genoveva, la principal a cargo del curso, al comprobar la asistencia llamó a Edith Navarro y el ángel, de pie, respondió: Presente. Qué desilusión. Edith me pareció un nombre simple, sin gracia, y cuando hablamos en los días siguientes, ni su voz ni sus ademanes me impresionaron. Su cabello no era de un color tan lindo como se veía a las cuatro de la tarde bajo los rayos del inclemente sol de junio y el aro dorado lo realzaba. Se comía las uñas y sus ojos no eran expresivos.
Una tarde, en la clase de costura, donde se nos permitía hablar y las monjas no insistían con lo de de la impureza, el demonio, el mundo y la carne, le dije lo linda que se veía vestida de ángel y lo mucho que yo deseaba estar en su lugar. Entonces me llevé otra sorpresa, porque Edith Navarro me respondió que no quería hablar de eso. Jamás quiso ser ángel, para ella significó un martirio. Su mamá había ofrecido dos ángeles al Sagrado Corazón para que se le realizara un milagro. Habló con el sacerdote de la parroquia, asumió los gastos y la llevó a los ensayos que debieron hacer durante un mes para no moverse y mantener una expresión distante durante el recorrido de la procesión. Edy odió a su mamá, a los ángeles, al sacerdote, a la otra niña, y a esas alas enormes de papel crespón que tanto la fastidiaron. Las rodillas, además, le quedaron en carne viva y ese horrible ropón de color azul le brotaba la piel. Estaba en este colegio porque su mamá, en acción de gracias, la envió con las monjas de La Presentación.
Para rematar, a ella no le gustaba su nombre, Edith, ni mucho menos Edy. Le parecían nombres bobos. Odiaba hasta su apellido porque unas niñas en el otro colegio se burlaban de ella y le decían que era el peor apellido porque si le quitaban el Na quedaba en Barro y si le quitaban el Barro quedaba en Na. Por todo eso no quería hablar de ángeles y mucho menos recordar lo que había sufrido por ellos.
No sabía si reír o llorar. No me atrevía a contarle a mi mamá y mucho menos a mi abuela, porque a ella también la odié en aquellos, mis últimos días angelicales. No le hablaba ni le recibía los regalos. Tampoco me comía las cocadas y las arrancamuelas que me traía, y destrocé la muñeca de trapo que me hizo en medio de una pataleta, cuando también le grité que por ser mi abuela y por llamarse Rosa, mi mamá no quiso cambiarme el nombre.
Ese mismo día, totalmente decepcionada, le dije a mi mamá a la hora del almuerzo:
—Ya no quiero ser ángel.
Y ella, con esa mirada y voz agradecida de quien cree en los milagros, respondió:
—Yo sabía que la Virgen me escucharía y que las monjas te harían entender. Sin embargo, a partir de hoy y por sugerencia de tu abuela te llamaremos Rochy.

lunes, 30 de junio de 2008

TERCER CUENTO


RUTA


Alberto Cortés De los Reyes


La gota brota de su ojo; recorre su mejilla, se bifurca en sus labios; se une en el mentón; baja por su cuello; llega a su seno; se hunde en él; penetra el corazón; viaja por su sangre; y la gota brota de su ojo; recorre su mejilla...

lunes, 21 de abril de 2008

Cuento # 2

JAQUE MATE

Alejandro Pérez Maury

Se abren las puertas y, ante la presencia del rey, aparece el guerrero vengador. Semidesnudo, con la cabellera alborotada y con numerosas heridas que mancillan su dorado cuerpo. Camina hacia el monarca espada en mano, con los ojos fijos, dispuesto a lanzarse cual felino hambriento.
El rey, resignado a una muerte inevitable, también lo mira con aire casi paternal mientras acaricia su barba rojiza.

—Detente un momento, muchacho. Aun te veo y no me explico cómo pudiste llegar hasta aquí. Quizás los dioses han protegido tu causa y a mí me castigan por mis pecados y excesos. Tú, un hombre mortal como todos has recorrido distancias inimaginables, has resistido los ataques naturales de un clima accidentado y, además, has sido uno de los pocos sobrevivientes de la horrorosa peste de las musarañas. El bosque de Goreb, hogar de abominaciones voraces hambrientas de sangre humana, no ha sido obstáculo para ti. Tu espada me dice las cruentas luchas que has librado con mis ejércitos diez veces más fuertes que el de Macedonia y, sin embargo, tú, un mortal como cualquiera, llevas en tus espaldas los cadáveres de miles de hombres de excelsa bravura. Atravesaste las murallas que protegen este impenetrable palacio, asesinaste a la guardia real y no se salvó cabeza alguna de mis cortesanos reales. No teniendo más opción, yo que te he esperado con zozobra en este refugio absurdo, he de darte una negra noticia. Soldado de la libertad: de nada te han servido tus asombrosas hazañas, pues, tu espada nunca derramará mi sangre y tu venganza será tan falsa como es cierto que, después de mí, habrán muchos que perpetuarán tus tribulaciones.

Dicho esto, el tirano desenvaina rápidamente su espada y con un movimiento prodigioso atraviesa su propio vientre y, de bruces, cae al suelo mientras la sangre mana con tanta afluencia que pronto inunda los pies del noble guerrero.

Cuando el suicida expira, la figura fantasmagórica del muchacho de bronce desaparece en la niebla nocturna.

lunes, 17 de marzo de 2008

¿Qué es la vida?






José Félix Fuenmayor

El mismo día en que se murió una hijita de Celedonio estiró las patas un ternero del doctor.
Celedonio pidió el día, enterró a su muertecita y no habló más de eso. Y el doctor, ahí le oímos las quejas, que el animal era muy gracioso, que se le había hecho amigo, que mejor se hubiera muerto la vaca. Hasta se resintió conmigo porque no le había dado el pésame.

—Tampoco se lo he dado a Celedonio, doctor— le dije. Vea, doctor, yo conocí a una gente de esas de ustedes, que por cualquier cosa ya estaban con que castigo y Dios mío yo qué te hecho. Nosotros no somos de penas palabreras, doctor, estamos enseñados a ser tristones cuando sufrimos, pero callados. No vaya a creer que no hemos sentido la muerte de la niñita de Celedonio. Sí, nos ha dolido; y la de su ternero también, doctor.

Estábamos parados en la vuelta del jaguey, porque todavía el doctor no le había cogido gusto a su silla mariapalito con botella.

—Me has avergonzado —dijo el doctor; debí pensar más en el pobre Celedonio. Lo de él es un gran dolor, lo mío es un disgusto y pequeño si lo comparo.

—No, doctor —dije— las dos desgracias: todo lo que uno le sale mal es desgracia para uno, y no sirve comparar. Mídale, si quiere, el tamaño a la de usted y deje a Celedonio medir el de la suya si en eso se pone. Desgracias, doctor, por un tiempo o por un tiempecito. Después, nada; y vamos a lo mismo con otras. Así es la vida, doctor.

Ahí le vi la risita brincándole en el ojo. ¿De qué se habría agarrado el doctor, con qué me iría a salir?

—Con que así es la vida —dijo. La vida, ¿sabes tú que es la vida?

—Cómo no voy a saberlo, doctor —dije— si la tengo en el cuerpo y todos los días por todas partes estoy viéndola.

—Pero, ¿qué es?

—Doctor, las matas, los animales, las personas.

—No has contestado la pregunta —dijo. La vida está en lo vivo, claro; pero, ¿qué es?

—Doctor, la cañandonga hace cañandongaa, la guacharaca hace guacharaca, la gente hace gente. No hay más, doctor; y hacer lo que hacen sin que puedan salirse de ahí es lo que yo veo que es la vida. Es una leccioncita, doctor, cada uno con la suya.

— ¿Pero quién hace la vida y le da la leccioncita?

—Esa es otra pregunta, doctor. Vea, le pongo por caso, mi mujer me hace los pantalones. ¿Quién los hizo? Ella. ¿Quién le enseñó a hacer pantalones? Esa es otra pregunta. Y pudiera ser que nadie le hubiera enseñado y ella hubiera aprendido sola. ¿No será doctor, que la vida con leccioncita y todo se hace ella misma?

El doctor se me puso más burloncito.

—Entonces —dijo— la vida no es más que cañandonga que hace cañandonga.

—Y guacharaca y gente también, doctor.

—Mira —dijo en serio. Tú quieres decir, aunque no te das cuenta de ello, que la vida no es más que la rutina de un fenómeno común no trascendental. Y no creo que la cosa sea así. La leccioncita, pase. Pero en la vida —por lo menos en la vida humana— hay algo más, algo que llamamos espíritu.

— ¿Y todo el mundo tiene eso, doctor?

—No, no —dijo— la verdad es que abundan los estúpidos.

—Entonces, doctor —dije— el espíritu es una cosa que le entra o no le entra a la vida; una cosa aparte. No es vida, doctor; como la gusanera —perdone la mala comparación— que le cae a un caballo, pero no es caballo. Vea, doctor: Usted hace un juguete —un carrito, le pongo por caso. Usted lo hace. El carrito queda hecho y ya no tiene nada que ver con usted. Llego yo y le doy cuerda y el carrito echa a correr. Va corriendo el carrito y conmigo ya nada tiene que ver. Ahora, doctor, si al carrito hecho y andando se le meten unos cocuyos y lo alumbran por dentro, eso no es cosa de usted, ni mía, ni del carrito. Eso es otra cosa.

Ya estaba el doctor riéndose sin disimular. Todavía entonces, yo no me había acostumbrado mucho a sus risas de tiraderita que después hasta me complacían porque me gustaba verlo contento, pobre doctor, cuando ya no le importaba que un ternero fuera bonito.

—Doctor —dije— yo le contesto como es de mi obligación; pero mi ignorancia no me la puedo raspar.

—No te disgustes —dijo— yo no me río de ti sino de tu carrito.

— ¿Es mucho disparate, doctor?

—Qué sé yo —dijo—. La cuestión no es para que yo pueda asegurar nada; pero me parece divertida la simplicidad con que ves la vida, como si nada tuviera de enigmático; como si en ella solo hubiera un misterio: el de los cocuyos que al carrito hecho y en marcha se le meten y lo iluminan por dentro.

Tomado de: José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle. Medellín: Ediciones Papel Sobrante (1967)

sábado, 8 de marzo de 2008

BOCETO PARA UN RETRATO DE JOSÉ FÉLIX FUENMAYOR


Hijo de Heliodoro Fuenmayor Reyes, médico de profesión, y Ana Elvira Palacio, José Félix Fuenmayor (1885-1966), nacido en Barranquilla un 7 de abril, se educó en el Colegio Biffi de esta ciudad y no pudo cursar estudios universitarios, según Ávila, por causa de la Guerra de los Mil Días[1]. Se desempeñó desde muy joven en el campo del periodismo, en ejercicio de cuya profesión llegó a dirigir el periódico El liberal. También desempeñó en distintos momentos de su vida cargos políticos tales como concejal de Barranquilla, diputado y contralor departamental.

Además de su afición por la música[2], un viaje por los Estados Unidos y las Antillas durante su juventud y una crisis de agorafobia, ya entrado en la madurez, conforman otras noticias que nos han llegado sobre su vida[3]. También por intermedio de Juan B. Fernández R. nos enteramos que su casa llegó a ser centro de tertulias de escritores locales y nacionales[4].

Porfirio Barba Jacob pintó el siguiente breve retrato de José Félix Fuenmayor cuando éste contaba con 21 años: “joven de distinción extraordinaria, de rara generosidad mental, no raudaloso sino mesurado, y cuyas maneras revelaban pureza de alcurnia e inquebrantable lealtad a las normas de los caballeros”.[5] Más severo que el poeta antioqueño, cuatro años más tarde, el mismo Fuenmayor sólo reconoce parcial y reservadamente su condición de caballero idealista en el prólogo de su Musa del trópico (1910), donde añade a su personalidad un rasgo mundano, crítico y burlón, pintándose como un humorista capaz de reírse de sus propias pretensiones románticas:

…mi humorista encuentra motivo para sus chacotas en mi sentimental. Y qué he de hacerle si yo, como buen latino, ¡soy Quijote y Panza! ¡Si aquel canta a Dulcinea y éste sabe que la dama del Toboso es Aldonza Lorenzo![6]

Retrato este último que parece confirmar en 1927 Pericles Neira cuando reitera la “irónica sonrisa” con que Fuenmayor responde a sus inquisiciones sobre la novela Cosme, de reciente aparición en aquellos días, que no le permitían discernir en ocasiones si hablaba en serio o en broma.

Como sugieren sus fotos más difundidas, donde con su rostro, de entradas profundas, bigote patriarcal (R. I. Bacca) y ojos vivaces, aparece formalmente ataviado con corbata o corbatín, algo, en efecto, debía haber en él del doctor mamagallista de su célebre cuento, que conversa con el campesino filósofo, y también de la elemental lucidez de este último, cuando Juan B. Fernández Renowitzky, en una semblanza póstuma, lo describe como un hombre “sencillo y cultísimo, sensato y agudo, cordial y burlón al mismo tiempo”[7].

José Félix Fuenmayor es reconocido, especialmente, por su papel como maestro de los autores del llamado “Grupo de Barranquilla”, en el que se formaron Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio. Así lo han reconocido ambos autores y, en particular, el Nóbel colombiano.

Aparte de sus obras más divulgadas, la colección de cuentos titulada La muerte en la calle (1967) y la novela Cosme (1927), J. F. Fuenmayor también escribió un particular relato de ciencia ficción, denominado Una triste aventura de catorce sabios (1928) y un poemario: Musa del trópico (1910).

Antonio Silvera Arenas
Yamileth Betancourt Córdoba


[1] Abel Ávila. El pensamiento costeño Diccionario de escritores. Tomo I. Barranquilla: Editorial Antillas, 1992, p. 306.
[2] Mary C. Sánchez Ambriz. “Tras las huellas de José Félix Fuenmayor”. En: Hojas Universitarias No. 53. Bogotá, diciembre de 2002, p. 133.
[3] Alfonso Fuenmayor en el prólogo de la novela Cosme. Bogotá: Carlos Valencia Editores, 1979, p. 18.
[4] En La muerte en la calle (prólogo). Santafé de Bogotá: Editorial Alfaguara, 1994, p. 18.
[5] Porfirio Barba Jacob. “Una página crítica de Barba Jacob”. En “Intermedio”, suplemento del Diario del Caribe. Domingo 7 de abril de 1985, p. 14.
[6] José Félix Fuenmayor. Musa del trópico. Barranquilla: Editorial Mogollón, 1910, p. 15.
[7] Juan B. Fernández. Prólogo a La muerte en la calle. Santafé de Bogotá: Editorial Alfaguara, 1994, p. 17.