Y ahora el turno es para Claudia. Anímense a participar de acuerdo con los criterios propuestos: Argumento (originalidad y grado de interés de la historia), trama (orden de las acciones tal como aparece en el texto), conveniencia del narrador, grado de concretización de los personajes, idoneidad del ambiente (espacio y tiempo), pertinencia de los recursos literarios utilizados y lenguaje (propiedad léxica, sintaxis, puntuación y ortografía).
Estrato seis
Claudia Lama Andonie
Llevaba un buen tiempo queriendo acabar con su “problema de nervios”, así le llamaban. Ellos no querían cargar en la conciencia con su muerte así que cargaron con el peso de mantenerla sometida a la vida. Todo el tiempo estaba vigilada, no la dejaban sola ni un segundo hasta que una noche el sueño se volvió su cómplice. ¿Cómo saber si el sueño había vencido la vigilancia de su marido o si el marido se había dejado vencer o si se quiso hacer el vencido? No importaba, ella iba a aprovechar la oportunidad. Tenía que ser rápido y preciso no fuera a pasar lo de otras veces en las que le habían frustrado el intento.
La ventana estaba abierta para que entrara la brisa de febrero a refrescar. El níspero susurraba. Ella no gritó, lo que gritó fue el golpe y luego uno de sus hijos cuando se dio cuenta. No escuché ninguno de los dos, pero me los vinieron a avisar, a convertir un sueño tranquilo en vigilia de pesadilla. La policía llegó pronto, sin bulla. El marido se agarraba la cabeza mientras paseaba su angustia. Los hijos como perdidos en el acontecimiento. Alguno intentó un reproche al padre, pero fue silenciado enseguida. Adentro sólo se escuchaban pasos de un lado a otro y voces discretas. Afuera, un oficial hacía anotaciones, la camioneta blanca esperaba a que los hombres de blanco salieran cargando la plancha metálica con la bolsa negra. Después silencio, como si no hubiera pasado nada.
Supo caer desde la ventana de su cuarto en el segundo piso. Quedó allí, en el patio, desnucada bajo la sombra nocturna del níspero que arrulló su última voluntad. Así se mató mi vecina, la de al lado, la del marido adúltero que le metía en su propia casa a los hijos de las otras. La que protestó con un sonoro golpe una madrugada de febrero. A la que saludaba al salir de mi casa, la que se sentaba a ver jugar a su nieto en la entrada como cualquier abuela bonachona. La que vi algunas veces detrás de su ventana mirando a la calle con mirada de presa.
La ventana estaba abierta para que entrara la brisa de febrero a refrescar. El níspero susurraba. Ella no gritó, lo que gritó fue el golpe y luego uno de sus hijos cuando se dio cuenta. No escuché ninguno de los dos, pero me los vinieron a avisar, a convertir un sueño tranquilo en vigilia de pesadilla. La policía llegó pronto, sin bulla. El marido se agarraba la cabeza mientras paseaba su angustia. Los hijos como perdidos en el acontecimiento. Alguno intentó un reproche al padre, pero fue silenciado enseguida. Adentro sólo se escuchaban pasos de un lado a otro y voces discretas. Afuera, un oficial hacía anotaciones, la camioneta blanca esperaba a que los hombres de blanco salieran cargando la plancha metálica con la bolsa negra. Después silencio, como si no hubiera pasado nada.
Supo caer desde la ventana de su cuarto en el segundo piso. Quedó allí, en el patio, desnucada bajo la sombra nocturna del níspero que arrulló su última voluntad. Así se mató mi vecina, la de al lado, la del marido adúltero que le metía en su propia casa a los hijos de las otras. La que protestó con un sonoro golpe una madrugada de febrero. A la que saludaba al salir de mi casa, la que se sentaba a ver jugar a su nieto en la entrada como cualquier abuela bonachona. La que vi algunas veces detrás de su ventana mirando a la calle con mirada de presa.